Escrito por Maldito Bastardo
http://cinemaadhoc.info/2013/06/criticas-los-chicos-del-puerto/
La nueva película Alberto Morais tras Las olas se ha proyectado en el Festival de Moscú. Tuvimos la suerte de verla antes de su partida hacia la capital de Rusia.
La (auto)consciencia cinematográfica se da cita en Los chicos del puerto; su arranque pudiera ser concebido como un contraplano del cierre de Las olas
mientras que la invisibilidad se impone como telón de fondo narrativo y
metaficcional. Precisamente nos encontramos ante la propia falta de
corporeidad de un cine castigado por la etiqueta de lo preconcebido o la
sencilla e imposible aventura de germinar en una cartelera patria en
absoluto retroceso. La película se sumerge necesariamente en un baño de
honestidad y escape del propio cineasta sobre los márgenes establecidos;
como si ese escarpado arrecife de hormigón que refleja en su guión
fuera la imposición cinematográfica nacional de productos tan añejos
como anacrónicos, tan inhabilitados de cualquier posibilidad
contemporánea desde sus anclas impregnadas de pesada falsedad.

No habita en Los chicos del puerto
ningún atisbo de cine social ni estigma de cualquier aquiescencia hacia
cualquier marginalidad de esa —definida por el propio cineasta— ‘isla’
de Valencia llamada barrio de Nazaret. Ni tampoco cualquier concesión a
un discurso sobre la Guerra Civil, pese a existir una guerrera militar
como mecanismo para provocar el escape de los personajes. No estamos
ante la Barrio del post-cine patrio aunque pudiera encuadrarse
dentro de las cardinales fílmicas de Abbas Kiarostami y Hirokazu
Koreeda. No nos hallamos, por lo tanto, ante una nueva Kiseki (Milagro) ni ¿Dónde está la casa de mi amigo?,
sino al desarrollo de la dialéctica propia del cineasta con el espacio y
al distancia que generan sus personajes. Hay una misión y un viaje, un
destino y la elaboración de una cinta de aventuras partiendo desde la
desnudez de cualquier recurso dramático y desarbolando los elementos
ornamentales y sentimentales salvo la incursión de música extradiegética
como única licencia formal. Bienvenidos a un mundo en el que nadie
sonríe, nada es fácil (sin dinero) y el espacio (dantesco) se conforma
con el personaje. Les debe sonar cada vez que cogen el transporte
público, ¿verdad? Morais trabaja sobre el medio y el uso del silencio,
sobre la incapacidad de evolucionar por parte de unos personajes
atrapados en un mundo extraterrenal.
Existen numerosos anacronismos que
aportan una dimensión de atemporalidad a la obra y permiten la admisión
de numerosas lecturas. ¿Podría ser el encierro con llave y cerrojo del
abuelo una alegoría sobre el olvido de las siguientes generaciones sobre
La Guerra Civil? ¿Realmente existe ese hombre muerto o parte de la
necesidad de completarse como conflicto (y maldición de los personajes)
sugiriendo un ciclo en cada proyección? Aquí yace un componente
metafórico desde cierta esencia post-apocalíptica; el protagonista juega
—ocultando la pelota como si fuera un acto prohibido dentro de su
hogar— en un paisaje solitario y abandonado frente aquello que en el
pasado fue un cine. Reside, en cierta medida, una sensación de
purgatorio existencial, como si en cualquier momento pudiera emerger un
punto de giro shyamalaniano para indicarnos que todos están muertos… y
los vivos yacemos al otro lado de la pared de ese cine moribundo.

Convenientemente el abandono se consolida como motor y aire sobre el que respira Los chicos del puerto,
una apatía a nivel espacial y humano de un chico que se ha convertido
en un fantasma para la sociedad y su propia familia. Solamente sus dos
amigos, Lola y Guillermo, parecen dotarle de cierta corporeidad así como
otros niños…en ese trazado de mundos generacionales en paralelo.
Posiblemente no importe el elemento para buscar una aventura y una
guerrera se convierte en McGuffin para propulsar un viaje realmente sin
rumbo, pese al sometimiento de la estructura vertebral de actos, un
(anti)clímax y un desenlace (y fin). El filme cede y se ciñe ante
esquemas previos del género, pero desmantela cualquier componente y
concesión en la huida de la realidad impuesta para escapar hacia la
despedida como peripecia. Miguel, Lola y Guillermo simplemente están
solos… formando una extraña familia para desvanecerse de las suyas
propias. De nuevo, tenemos una visión cinematográfica sin aspavientos ni
manipulación, ni puntos de vistas intrincados e impostados para
quebrantar la objetividad del espectador. Reiteradamente, se crea en la
imprescindible cinta la épica de lo aséptico, desmitificando cualquier
conquista y despojando de belleza lo emocionalmente trucado, surcando
las orillas de lo (extra)ordinario mediante la simpleza de la letanía y,
en definitiva, el escape para el propio espectador reconstruyendo una
historia que tal vez nunca estuviera allí. ¿Hemos acabado también los
propios espectadores siendo los secundarios de esta historia de
fantasmas que nos cuenta con absoluto pulso cinematográfico Alberto
Morais, partícipes de un cine cada vez más espectral y a punto de
desvanecerse para siempre?